Después de una intensa deliberación entre los miembros del jurado, anunciamos que han resultado premiados en el XXX Certamen Literario del IES Aljada los siguientes alumnos y alumnas:
En la categoría A el jurado del Certamen ha decidido incluir a los participantes de 3º de ESO para evitar que uno de los premios de esta categoría quedara desierto y que un trabajo que consideramos de gran calidad quedara sin premiar.
CATEGORÍA A:
PRIMER PREMIO: ESTHER WHITE EYENIYAN, de 3º ESO F
ACCÉSIT: SOFÍA SOLER ROSA, de 1º ESO BI
CATEGORÍA B:
PRIMER PREMIO: PALOMA GARCÍA MONTOYA, de 2º de Bachillerato B
ACCÈSIT: AURORA ALBARRACÍN ABELLÁN, de 2º de Bachillerato B
2º ACCÉSIT: VÍCTOR MADRID ALARCÓN, de 1º de Bachillerato D
¡ENHORABUENA A TODOS LOS PREMIADOS!
Las profesoras de Lengua y Literatura del IES Aljada felicitamos a los escritores premiados, que nos habéis emocionado y ALEGRADO con relatos literarios bellos y sugerentes, y a todos los participantes en el certamen por el interés demostrado y la calidad y calidez de vuestros textos. Os animamos a que sigáis disfrutando de la escritura y a participar en las próximas convocatorias de nuestro certamen, que volverá puntualmente cada curso con el invierno.
Publicamos los textos premiados a continuación para que todo el mundo pueda disfrutar con ellos.
¡ALEGRE LECTURA A TODOS!
CATEGORÍA A:
PRIMER PREMIO: ESTHER WHITE EYENIYAN, de 3º ESO F
Asomaba su pequeña cabecita, pelo color amarillo huevo, de ese pequeño agujero. Me sobresalté, sentí la corriente que no solía frecuentar. Sonreí. Ella estaba atascada en el agujero. Después de horas atascada, volvió a meter su cabeza. Relajé mis facciones y le dije adiós a mi amiga. Mientras volvía a casa, pregunté, ¿Por qué no salió por completo? ¿Por qué no duró más estando afuera?
Días después, se dignó a intentar salir de su captura, otra vez. Como siempre, empezó por su cabecita. Provocó una pequeña risita en mí. Esta vez llegó a sacar un brazo completo, causando así una subida de buen humor en mi ser. Me dijeron que me tranquilizara, ella se asustó y se escondió. Me callé, no volví a hablar en todo el tiempo que quedaba de la clase.
Sus intentos de salir no cesaron, pero ninguno obtuvo resultados. Me alerté cuando después de un largo periodo de tiempo no volvió a intentar liberarse. Busqué ayuda en internet, desde los consejos más comunes a tutoriales detallados de cómo manifestar lo necesitado. Escogí unos cuantos y los fui probando uno por uno. Solo provocaban que ella se alertara o simplemente volviera a intentar salir, pero como siempre quedando a medias. Eran resultados poco duraderos, como diría yo, superficiales.
Días después, recordé haber rechazado un consejo porque implicaba mucho tiempo. Empecé a aplicarlo, “poco a poco es mejor que nada”, pensé diariamente. Me acerqué al espejo, recité unas pocas afirmaciones mientras me señalaba: "Eres inteligente, eres válida y valiosa, vales la pena, puedes cometer errores..." Después me sonreía, me decía guapa, me lanzaba un beso y salía del aseo.
También empecé no solo a aceptar críticas constructivas, sino a formar las mías propias y ayudarme. La lectura frecuente era mi pilar fundamental. Aumenté mi nivel de paciencia y compresión. Creé y seguí mi horario de estudios. Y por último, aunque no menos importante, perdoné. Poco a poco, pero lo hice.
Todo este tiempo, me di cuenta de que ella estaba atascada. Llevaba semanas con un brazo, un pie y la cabeza salida. Mientras más practicaba mi proceso, más escurridiza se hacía.
Te amo, estoy muy orgullosa de ti. Un año después, esas fueron las palabras que salieron de mi boca al final de mi graduación. Mi semblante enloqueció a mi favor. Una sonrisa amplia salió de mí. Grité junto a todos mis compañeros. La sentí, ella salió por fin. Después de tanto trabajo, resultado de un gran esfuerzo por mi parte en los estudios, fruto de amor propio... Mi pequeña alegría salió, salió de su globo envolvente que la opacaba. Era alegre.
ACCÉSIT: SOFÍA SOLER ROSA, de 1º ESO BI
La alegría
La alegría, esa emoción tan agradable
que sentimos cuando algo nos sale tal como esperábamos, o simplemente cuando
alguien a quien queremos nos abraza o pasa tiempo con nosotros, la alegría es
un sentimiento que sienten millones de personas, una de las pocas cosas que el
mundo entero tenemos en común. Cada persona puede encontrar la alegría en
situaciones diferentes, puede que alguien encuentre la alegría comiendo su
comida favorita y otra puede que la encuentre pintando un cuadro en una playa. Yo
encuentro la alegría en poder dar un paseo viendo el atardecer con mi familia,
pasando un rato jugando con mis mascotas o escuchando música en mi habitación. La
alegría es subjetiva, por eso me parece una emoción tan mágica.
He preguntado a algunos miembros de mi
familia dónde encuentran ellos la alegría y estas han sido sus respuestas:
Mi madre siente la alegría en las
cosas sencillas, viendo el amanecer cada día al despertar, hablando con mi
padre, cuando hace deporte, y dice que lo que más felicidad le produce es
cuando mi hermana y yo estamos contentas y nos divertimos.
Mi padre dice que el siente alegría
cuando nos oye reír a mi hermana y a mí, cuando hace bien las tareas en su
trabajo, cuando saca buenas notas en los cursos, cuando lee un libro que le
gusta…
Mi abuelo encuentra la alegría cuando
ayuda a los demás, ayudando a sus hijos, a sus amigos, a sus hermanos, a sus
nietas…
Mi hermana es alegría en sí, siempre
está alegre y desprende alegría a todos la que la rodean, pero ella encuentra
la alegría jugando con sus amigas, conmigo y estando con la familia.
También hay disciplinas que nos hacen
sentir alegres, como la música y el baile.
Creo que debemos sentir alegría por
las cosas que nos sucedan a nosotros, pero también por las cosas que les
ocurran a los demás. Es muy importante alegrarnos por los logros de otras
personas, como nuestros amigos, familia, conocidos…, porque si nos sentimos
bien por los demás también podremos sentirnos bien con nosotros mismos y con lo
que tenemos. Como siempre dice mi abuelo, debes ser generoso, no tener envidia
y alegrarte por los demás; estoy segura de que es totalmente cierto: si todos
lográramos cumplir esta regla de tres, el mundo rebosaría de alegría.
Siempre dicen que hay que reciclar, no
contaminar las aguas ni el aire, etc., para hacer del mundo un lugar mejor, que
es cierto, pero si al menos cada uno de nosotros consiguiéramos seguir las tres
normas que he citado antes, también podríamos hacer un mundo y una convivencia
mejor.
CATEGORÍA B:
PRIMER PREMIO: PALOMA GARCÍA MONTOYA, de 2º de Bachillerato B
La frigidez del reloj de arena
Las olas esparcen con vivacidad su espuma entre las rocas, rompiéndose en millones de partículas y estableciendo un símil con el órgano palpitante del anciano que contempla semejante espectáculo. Sumido en un estado de embriaguez emocional, se balancea al compás de la banda sonora marítima que acaricia sus tímpanos, a la vez que el olor a sal abraza el ambiente. No obstante, el rosáceo resplandor acuático tiñe de melancolía el entorno, ya que refleja la vespertina batalla en la que los rayos solares luchan hasta desangrarse contra la lobreguez nocturna. Esta fugacidad aplasta las emociones del hombre hasta hacerlas temblar, dado que le resulta abrumador tratar de capturar en su retina la unicidad de un momento que se desliza entre sus pestañas, extinguiéndose eternamente. Ni siquiera le es reconfortante el hecho de que el cielo representará otra función artística al día siguiente, pues el atardecer se mece en el constante dinamismo alterativo del universo. Y es que, ante los ojos de un espectador comprometido a observar en vez de a pasear su mirada sin intención ni ilusión, el fugitivo devenir de la naturaleza es una belleza tan sublime como letal.
A los pies del faro donde el alma del anciano se desgarra paulatinamente, una pequeña cala costera se une a la representación de fenómenos devastadores. La orilla arrastra hasta las profundidades las huellas que intentan tatuarse de manera sempiterna en la arena, revolcándose con desesperación. Indiferentemente del destinatario o la magnitud de las pisadas, ninguna posee tanta relevancia como para que este apocalipsis marítimo no las arrastre hasta la profundidad del olvido.
-Vivir se transforma en sinónimo de esfumarse- susurran con afligida convicción los agrietados labios del señor.
Sus exhaustas piernas se disponen a
perpetrar el interior de la estancia cuando, súbitamente, el latido de su
corazón se desboca, desatando una serie de temblores en el entumecido cuerpo,
como si este no fuera más que un jinete que intenta galopar a la ansiedad, a
pesar de haber perdido los estribos mucho antes de emprender la marcha. Preso
de la incertidumbre, el hombre mira con desesperación a su alrededor, tratando
de descifrar el motivo por el cual su ritmo cardiaco parece haberse batido en
una competición contra el terremoto chileno de 1960 que tan vívidamente
recuerda, dada su sísmica intensidad. Apenas unas milésimas de segundo le son
necesarias para advertir qué es lo que le ha hecho perder el control o, más
concretamente, quién.
Con la limitada rapidez que su decrépito aparato locomotor le permite, el anciano llega entre trompicones a la orilla, ansioso por descubrir si aquel atisbo de vida humana que le pareció vislumbrar era, en efecto, real. Pero, al cerciorase de ello, una abrumadora y nunca antes experimentada sensación de temor le invade las entrañas. Aquella náufraga es lo opuesto de todo cuanto ha conocido a lo largo de su eterna vida, no solo por el hecho de haberle arrancado su doliente soledad de cuajo, sino por la humilde superioridad que esta le transmite. Sus ensortijados cabellos abrazan la arena cariñosamente con sus rizos, tan rubios que uno podría alegar que se trata de rebeldes rayos solares que se han escapado de la atmósfera; y sus brillantes pestañas descansan dócilmente sobre los párpados, los cuales duermen con la profundidad propia de aquel cuya falta de preocupaciones le otorga una dulce ligereza a su mente. Sin embargo, lo que realmente logra sacudir el remolino negro del pecho del hombre es la colorida viveza de sus mejillas, el fuego anímico que desprende su rostro. A pesar de su pequeño tamaño, el aura de luminosidad que la niña irradia empequeñece al señor, agrandando su vulnerabilidad. La búsqueda de una definición que englobe la razón por la que el corazón del hombre se ha encogido es una tarea que no le está resultando fructífera, pero finalmente una estrella fugaz en forma de la palabra “sencillez” surca su galaxia de pensamientos. Es justo su candidez, su serenidad teñida de inocencia, lo que paradójicamente agita el estado anímico del anciano espectador. O, al menos, aquella es la cavilación en la que este se encuentra sumido cuando advierte que unas brillantes pupilas le observan con curiosidad. La pequeña ha despertado, y sus ojos, cuyo radiante color le es desconocido, le reciben con amabilidad. Es entonces cuando el hombre logra al fin comprender por qué su alma lucha por desatar el nudo de su garganta, suplicando huir y refugiarse en aquellos delgados bracitos. La niña de esperanzados ojos verdes es la alegría en su más puro estado, y ese contraste ha roto con las espinas de la insipidez emocional en las que él se restriega cada día, clavándose su dolor como castigo por el infame e inhumano trabajo al que lleva sometido millones de años.
-¿Nos ponemos en marcha o qué, Cronos?- comenta la niña con un cierto matiz de diversión-. No te veía una persona muy propensa a malgastar el tiempo.
-Alaia, lamento mis modales, pero considero que tu visita es ciertamente contraproducente. Sabes lo peligroso que es que dos antítesis sentimentales se relacionen.
-Tranquilo, no es mi intención alterar tu naturaleza, soy la Alegría, no mi amiga Valentía. Entiendo que te muestres reticente dado el antagonismo que siempre nos ha caracterizado, pero la situación se está volviendo insostenible. Últimamente, cada vez que intento trepar por las pronunciadas ojeras de una persona para tratar de tatuarle mi esencia, ríos de tristeza me arrastran, y sé que tu recuerdo se encuentra en cada una de estas lágrimas. Denomínalo afán de protagonismo, pero sé que mi presencia es de especial importancia y, por mucho que me cueste admitir mi creciente similitud con Otelo, mis celos hacia ti me preocupan.
-Aún quedan 143 minutos y 28 segundos para que la luna haga acto de presencia, supongo que podemos debatir un rato- cede el hombre.
Ambos emprenden la marcha hacia el faro y, una vez llegan a su destino, Cronos se acerca por inercia al centro de la estancia. Con cada exhausto paso que da, nota con antelación el helor de la superficie de cristal del objeto que le aguarda desafiante en la mesa, pero la gélida impasibilidad del reloj de arena jamás cesará de sorprenderle. Sus diminutos granos se precipitan con vertiginosa velocidad, mientras que el sincronizado tictac de los otros 365 relojes del faro retumba con exasperación por sus paredes, creando un eco que erradica por completo el silencio.
-Me gustaría pararlo todo- susurra el anciano-. Cada vez que un segundo se extingue, pienso que mis tímpanos no podrán retener ni un solo tictac más, pero entonces llega el siguiente, y con él millones más. Sin embargo, lo más difícil no es observar los granos que se escurren entre el vidrio del reloj, sino contemplarlos reducirse a meras cenizas sabiendo que jamás entenderán que el culpable de su muerte no es más que un lánguido esclavo de la prisión que supone desterrar al olvido millones de vidas, siendo él incapaz de abandonar su recuerdo cada vez que la aguja avanza.
-No se puede odiar al tiempo, sino a la ausencia de este, Cronos. La principal razón por la que suelo ser expulsada de los cuerpos que intento habitar es la percatación de que la Muerte y tú les habéis dejado una vida de ventaja, pero que esta puede llegar a su fin en breves.
Conforme la conversación se desarrolla, la marea aumenta hasta el punto de que una enorme oleada, la segunda en unos pocos meses, tambalea los cimientos del edificio, contribuyendo a que varios centenares de granos de arena se precipiten al vacío. Cronos gesticula, indicándole a la niña que le acompañe hacia la playa de nuevo, lejos de aquel fúnebre entorno.
-Relátame tus peripecias más recientes- implora el anciano con frenética impaciencia, deseando ser distraído del hecho de que cientos de vidas se han desplomado en cuestión de segundos.
-Hoy provoqué las primeras carcajadas
de un bebé. Sus padres me suplicaron que expandiera ese dulce momento un rato
más, pero ya sabes que no es propio de un recién nacido pasar mucho tiempo sin
romper en un ensordecedor llanto, por lo que tuve que marcharme pronto.
Después, me
paseé por los territorios fronterizos para animar a los temblorosos cuerpos que pisaban por vez primera un país que les acogerá con tirante hostilidad. Continué mi jornada colándome en las horas de visita de varios hospitales, para que los pacientes recibieran a su familiares con animadas fuerzas. Aquel es probablemente el sitio donde más se requiere de mi presencia últimamente, pero también tuve que hacer varias paradas en los domicilios donde la Soledad hunde las almas de sus ancianos inquilinos- Alaia hace una dubitativa pausa antes de retomar el habla-. Fue después de observar por cuadragésima vez las fotos de la cartera de María José, una nonagenaria que lleva meses sin ver a sus nietos, cuando se me ocurrió visitarte.
-¿No te entristece saber que todo tu trabajo se esfuma por culpa del mío? ¿Que la alegría que impregnas en la piel de aquellos a los que visitas no es más que un tatuaje temporal que se deshace al son del tictac de mis relojes?
-Aquello que es especial no puede perdurar para siempre, Cronos, pero su recuerdo sí. Mi trabajo consiste en hacer que aquellos momentos persistan en la memoria de quienes lo aprecian lo suficiente, porque bien sabes que es inevitable que la aguja arrastre la existencia hasta deshacerla. El tuyo, por otra parte, permite que todos los sentimientos participemos, en un determinado marco cronológico, en este cúmulo de momentos que componen lo que conocemos como vida.
- ¿Por qué no soy capaz entonces de sacudirme esta sensación de culpabilidad que me contrae el alma?- pregunta el anciano.
-Porque arrebatarle la posibilidad de un futuro a aquel que no está aprovechando su presente es cruelmente difícil. Son precisamente esas personas las que más reclaman mi ayuda, pero ni siquiera se dignan a abrirme la puerta. Tal es su confianza en que tú estarás siempre de su parte que de sus labios solo brotan excusas, cuyo repertorio incluye “ya lo haré luego” o “tengo tiempo”. Tú les das la oportunidad de empaparse de la maestría literaria de los clásicos, de perderse por recónditos escondrijos, de refugiarse mil veces en los brazos de sus seres queridos, pero no todos recaen en la fugacidad de tu propuesta. La Muerte está tomando cartas en el asunto este año, pero, como habrás podido advertir, sus métodos se están tornando demasiado… apocalípticos. Quizá mi próxima conversación sea con ella- responde la Alegría.
Cronos suspira, exhalando su preocupación hacia el exterior, con la esperanza de que esta no vuelva a instalarse en su pecho. Simultáneamente, las primeras estrellas comienzan a brillar en el firmamento, y una de ellas se despega de la galaxia, paseándose con elegancia por el firmamento.
-Mira, Alaia- susurra el hombre, sin recibir respuesta alguna.
Sorprendido, busca con la mirada a la
niña, confiando en que los rayos lunares aporten la iluminación necesaria para
encontrarla. No obstante, al enfocar sus ojos en la orilla, el anciano solo ve
un único rastro de pisadas. Las huellas de la niña ya han sido arrastradas
hasta la profundidad del océano, puesto que, frente a la inmortalidad del
tiempo, la Alegría es tan bella como efímera.
ACCÈSIT: AURORA ALBARRACÍN ABELLÁN,
- El prado de la alegría.
No tardé mucho en darme cuenta de
que algo estaba ocurriendo. Los reflejos de luz filtrados por las ramas y hojas
eran cada vez más tenues, el verde de los árboles había perdido intensidad y el
constante repiqueteo del agua fluyendo por el río se escuchaba cada vez más en
la distancia, oculto por constantes ráfagas de viento, completamente inéditas
en mi entorno. La situación se había vuelto definitivamente insostenible, y
hastiada de luchar contra el viento, caminar a oscuras y observar cómo la flora
y fauna de mi alrededor se debilitaba poco a poco, decidí buscar ayuda.
Acostumbro a vivir sola, al igual que mis coterráneos, pues nuestros caracteres
son tan fuertes, que la convivencia resulta sencillamente imposible. Cada uno
tiene su entorno creado incluso por ellos mismos, en los que disfrutan una vida
sosegada. En mi caso, Alegría es la que se encuentra más próxima. Siguiendo un
cómodo sendero por el bosque se llega a su prado, por lo que me pareció la
mejor opción a recurrir.
Emprendiendo el camino, recordé
cuánto hacía que no recorría esta senda, pues, a pesar de que la convivencia no
era muy dada entre nosotros, siempre había disfrutado de la compañía de
Alegría. He de admitir que hacía mucho que no la visitaba. Quizás por ello la
travesía se me hizo tan corta, pues a pesar de la situación tan tétrica que
estaba pasando el bosque, este seguía maravillando a los transeúntes. Al llegar
al prado, un suspiro de conmoción me invadió. Aquello no estaba como lo
recordaba. Los árboles habían perdido prácticamente sus hojas; el río, que se
ensanchaba en el prado y saltaba flamante de cascada en cascada, se encontraba
seco y apático; el cantar de los pájaros era inexistente; las flores, marchitas
y tristes, clamaban auxilio; y… ella no estaba por ninguna parte.
Tras buscar en cada rincón del
prado, di por cierto lo impensable. Se había marchado. Intrigada, me pregunté
por la razón de su partida. Al fin y al cabo era Alegría, el entusiasmo,
siempre colmada de optimismo e ilusión… Y vagando reflexiva de vuelta a mi bosque, caí en la razón por la que mi entorno
también estaba comenzando a desmoronarse. Realmente, sí había encontrado parte
de las respuestas que había ido a buscar, pues al estar nuestros hábitats
conectados, estos siempre compartirán destino. Ipso facto paré en seco, y haciendo honor a la determinación que me
caracteriza, recorrí el camino de vuelta al hogar de Alegría, y comencé con la
búsqueda de su paradero.
- El pasaje del miedo.
Del prado se sale por otro sendero a
través del bosque, el cual, no comparte similitudes con el que había recorrido
para llegar hasta allí. Una vez que comienzas a vagar, los árboles se vuelven
cada vez más rudos, sus troncos se enroscan y envejecen; el ambiente, lúgubre y
sombrío, siempre está acompañado de una suave niebla, lo suficientemente fina
como para ver el camino y lo suficientemente espesa como para esconder temibles
fieras en su interior. El amable sonido del río, que te solía acompañar hasta
aquí, se sustituye por los aullidos de los lobos, el crujir de las ramas y el
revoloteo de los murciélagos, pues, aunque sea mediodía, el camino se encuentra
en una perpetua e insistente oscuridad. Se trata del pasaje del miedo.
Siempre he mantenido una especial
inquina hacia Miedo, pues representa absolutamente todo lo que yo detesto. El
miedo nos hace odiar, matar, envidiar, e incluso enloquecer. El miedo ha sido
el causante de todas las grandes desgracias de la humanidad; nos hace perder la
fe, el afán de salir adelante, la confianza en que todo pueda salir bien. “El
mundo sería mejor sin Miedo”, dije mientras recorría irritada el funesto
camino. Al momento, se escuchó un grito de auxilio en la lejanía. Alarmada,
comencé a analizar mi alrededor. Quizás alguien necesitase mi ayuda. También se
escucharon unas carcajadas, lo que me hizo bajar de golpe a la realidad. “No es
más que Miedo intentando ahuyentar a los transeúntes. Pero eso no va a ocurrir
conmigo. Yo nunca tengo miedo”. Al fin y al cabo, es lo que consigues cuando
entras en el pasaje del miedo: enfrentarte a todas tus pesadillas.
Comencé a reflexionar sobre mi
bosque, sobre Alegría y sobre su marcha. Definitivamente, esa sería mi
pesadilla: ver la destrucción de mi hogar, su muerte. Quizás ella no iba a
volver, quizás nunca la encontrase, quizás yo no podía hacer nada. Todas mis
creencias, toda mi ilusión se vino abajo. Hasta ahora, el optimismo había
cegado mis ojos. Había salido en busca de alguien, sin premeditación. Sin tan
siquiera ser consciente de lo que hacía. Ahora había empezado a tener miedo.
Las preguntas comenzaban a agolparse en mi cabeza, a la misma vez que caminaba
más y más rápido “¿Por qué no había pensado esto antes? ¿Qué voy a hacer
ahora?...”. Y de repente, el camino se expandió en una gran planicie, con un
hermoso lago al fondo. Mis preguntas fueron poco a poco diluyéndose, hasta
dejar una curiosa incertidumbre. Seguía sin tener respuesta a todas esas
preguntas, pero ahora, me encontraba tranquila para responderlas, y sabía que
debía hacerlo. No quería continuar sin un plan y, aunque el miedo se había desvanecido,
la duda seguía presente en mí. Qué habría sido de mí si aquellas preguntas no
me hubiesen hecho dudar... Pues la falta de miedo me hubiese llevado a la
imprudencia. Quizás el miedo no fuese tan malo, siempre y cuando tuviésemos el
afán de superarlo.
- El lago de los reflejos.
Cuando por fin tuve tiempo de
observar a mi alrededor, supe exactamente el lugar donde me encontraba, aunque
nunca lo había visitado antes: el lago de los reflejos. Normalmente las
emociones vienen al lago a desnudarse, a sumergirse en el agua y descansar de
su papel, aunque solo sea por un corto periodo de tiempo. Aquí nunca hay nadie,
así que no tienes que preocuparte de que alguien te vea fuera de tu sitio,
fuera de tus convicciones. Ese absurdo miedo que todos tenemos de que alguien
descubra qué hay en nuestro interior. Me pareció el sitio idóneo para encontrar
a Alegría. Al fin y al cabo, es el lugar al que cualquier emoción iría si
quisiera tomarse un descanso. Así, comencé mi sigilosa aproximación. No quería
que se asustase al verme, y en el caso de que no fuese ella, no me apetecía
invadir la privacidad de nadie. Cuando prácticamente había alcanzado la orilla,
y me disponía a contemplar a lo lejos, escuché en la distancia unas voces que
se acercaban y, apurada, me escondí entre unas plantas que se encontraban en la
orilla.
Pude distinguir una pareja, y cuando
se encontraban aún más cerca, ví claramente quienes eran. Una de ellas de paso
firme y expresión altiva, mirada enfurecida y desafiante, era Ira. La otra,
aspecto cansado y cabeza gacha, suspirando entre lágrimas, se trataba de
Tristeza. Ambas se miraron y comenzaron a desnudarse, y de la mano, se
sumergieron en el lago. No fue evidente para mí hasta pasado un rato, cuando el
lago dejó ver la verdadera naturaleza de cada una. La mirada de Tristeza ahora
era mucho más determinada y furiosa, y sus movimientos, enérgicos; al contrario
que Ira, que se mostraba abatida y melancólica. Parecía como si hubiesen
intercambiado sus papeles. Asombrada retrocedí, y continué mi búsqueda, pues
Alegría definitivamente no estaba allí. Pensativa sobre lo que había ocurrido,
todo cobró sentido en mi cabeza: pues a veces la ira y la tristeza se esconden
detrás de disfraces, de máscaras, la ira se hace pasar por tristeza y la
tristeza por ira.
- Las playas del arte.
Había recordado que ella siempre
mencionaba su afán por visitar las playas del arte, unas calas de pura fantasía
en las que vivían Creatividad, Imaginación e Ingenio, los cuales habían creado
auténticas obras artísticas en ellas. Su fama traspasaba las fronteras de la
región, pues en cualquier lugar conocían las maravillas que estos tres
personajes habían creado: enormes fortalezas y esculturas hechas de arena,
palmeras baillerinas, cuya danza
seguía el son de la brisa marina, atardeceres de cálidas y enérgicas
pinceladas, mosaicos de corales, y una vibrante sinfonía incompleta en el
devenir de las olas… A fin de cuentas, ellos son los responsables de la
existencia del arte, y deben hacer alarde de ello. Sin embargo, cuando llegué,
la situación era distinta a como había imaginado. Las grandes creaciones
estaban ahí, eso es cierto, pero descuidadas, como si desde hace tiempo, nadie
se ocupara de ellas. Escuché unas fuertes carcajadas, y vislumbré la costa,
donde se encontraban tres personajes disfrutando de un jovial chapuzón.
Efectivamente, se trataba de los tres habitantes de estas calas, quienes, en
vez de trabajar en el mantenimiento y la conservación de tales obras de arte,
se dedicaban a complacerse con un baño. Me pareció decepcionante, pues si algo
los caracteriza no es precisamente la pereza. La imaginación siempre está
meditando, reflexionando, volando por encima de las nubes más altas; la
creatividad, se encuentra siempre dispuesta a aprovechar cada simpleza como
inspiración para nuevas obras; y el ingenio, nunca descansa, y trabaja
continuamente para alcanzar la mejor versión de sí mismo. Así, mientras me
acercaba, uno de ellos me saludó calurosamente y clamó desde lo lejos: “¡Ven!
¡Acércate! ¡Estamos aquí!”.
Al aproximarme, me agasajaron con
halagos, preguntas curiosas y simpatía. Realmente te sientes muy cómoda en su
compañía. Me recordaron, en cierto modo,
a Alegría. Pasado un rato de conversación, habiendo alcanzado la complicidad
suficiente, pregunté por el estado de las creaciones de sus playas. La
respuesta vino por parte de Ingenio, rápida, sencilla, y devastadora:
-Muy simple. Ya nadie viene a
visitarnos.
-El arte está hecho para
compartirlo. Sin público no hay arte, añadió Creatividad.
Esa realidad me dejó fría. Nunca
hubiese imaginado que algo tan bello pudiese ser tan menospreciado.
-Es cierto, con sólo decirte que
eres la segunda que aparece por aquí en años…, anotó Imaginación.
-Espera. ¿La segunda?, pregunté
alterada.
-Sí, hace menos de un mes, Alegría
se llevó la misma decepción que te has llevado ahora. Se fue tan triste la
pobre... Después de aquello, intentamos adecentar la zona de nuevo, pero
pasados unos días sin recibir a nadie, tiramos la toalla, respondió Ingenio.
-¿Y no sabréis por casualidad a
dónde fue? Necesito encontrarla.
-Sí. Se dirigía a las dunas del
olvido. No entiendo por qué, aunque nos pareció descortés preguntar, añadió
Imaginación. -Te indicaremos el camino.
- Las dunas del olvido.
Estaba completamente aterrada. ¿Las
dunas del olvido? Aquel lugar era inmenso. Prácticamente imposible encontrarla
allí. Tramos y tramos de colinas de arena, donde el claro designio de quien
accedía a ellas, era perderse en el olvido. Era una locura entrar allí. Si
seguía los pasos de Alegría, compartiría el mismo destino que ella, y ¿Qué
sería del mundo sin mi?, aunque, a la misma vez, ¿Qué soy yo sin la alegría?.
No tenía elección. Postrada frente al infinito ondulado de dorada arena,
comencé a caminar en línea recta, esperanzada y valiente, decidida afrontar mi
destino, fuese cual fuese.
Había caminado grandes distancias, y
el tiempo parecía difuso y abstracto. La eternidad comenzaba a parecerme tan
cercana... Estaba descubriendo lo que era el olvido. Y dispuesta a rebasar
aquel punto de desesperación, cuando estaba perdiendo la fe, olvidándome de mi
propia esencia, una solitaria amapola se cruzó en mi camino. Curiosa, me
acerqué a la planta preguntándome por la existencia de algo tan vivo, en un
medio tan yermo. No pude evitar sentirme identificada, pues así era yo: la luz
al final del túnel, el claro en la niebla, la flor en el desierto. Pero mi
asombro aumentó al descubrir que la flor no se encontraba sola. Un camino de
amapolas cada vez más espeso, se abría hacia el horizonte. Recordé lo que le
había ocurrido al prado cuando ella se había marchado, y entendí qué le sucedía
al desierto, ahora que había llegado. Las amapolas me llevarían hasta Alegría.
En efecto, allí estaba, sentada en
lo alto, observando reflexiva el mar de dunas. Me acerqué, y me senté a su lado.
Ella ni me miró. Tan solo continuó su profunda contemplación, a la que ahora,
yo también me había unido. Sabía que no podía quebrantar sus pensamientos, así
que esperé paciente a que rompiese el silencio, tal y como ocurrió. Al cabo de
un rato, aún mirando al infinito, comentó tierna y sosegada:
-No esperaba que vinieras… no
esperaba que viniese nadie.
-¿Y qué esperabas? ¿Que permitiese
la muerte de tu prado, la de mi bosque? ¿Que perdiese mi identidad, mi labor?
¿Que cayera en el olvido, tal y como tú has decidido hacer? Yo dependo de ti, Alegría.
Si tú caes, yo caigo también ¿Esperabas que lo permitiese?, exclamé alterada.
Realmente ella no entendía el alcance de sus actos.
-Yo no elegí venir aquí, no tuve
otra opción. El mundo era cada vez más y más oscuro. Ahora está gobernado por
el sufrimiento, y no puedo hacer nada para evitarlo. Cada día, al despertar,
podía ver el dolor y no era capaz de evitarlo. La desesperación, la
frustración, la muerte, han sido más fuertes que yo, y han ganado esta batalla.
Yo no decidí ser olvidada. Ellos me olvidaron, y por eso estoy aquí.
-No puedes rendirte. No puedes
resignarte. Hay que luchar. El mundo pasa por momentos terribles. La humanidad
está desconsolada, triste, dolorida. Por
eso, ahora, es cuando más te necesita. Tienes que volver. Enseñarles a todos
que hay felicidad a pesar del sufrimiento, hallazgo en la pérdida, y consuelo
en el dolor. No existe un mundo sin alegría. No existe un mundo sin ti. Vuelve.
Volvamos juntas, y juntas saquemos a la humanidad del dolor, ¿Que sería el
mundo sin Alegría? ¿Y que sería el mundo sin Esperanza? Somos el campo de
amapolas en el desierto. Somos la vida en lo yermo. Juntas, Alegría. Volvamos
juntas.
El silencio se hizo espeso después
de mi intervención. Ella continuaba mirando al horizonte y aquellas
cavilaciones eran imperturbables. Decidí esperar, tal como lo había hecho
antes, y al cabo de un tiempo, Alegría se giró sonriente hacia mí, con la
mirada amable que siempre la ha definido, y sentenció nuestra inconclusa conversación:
-Volveré, Esperanza, volveré.
2º ACCÉSIT: VÍCTOR MADRID ALARCÓN, de 1º de Bachillerato D
UNA SABIA VOZ
Era
una soleada tarde de otoño en las calles de Toledo. Una ciudad que a lo largo
de la historia ha sabido mantener su esencia, que se encuentra conservada en
aquellos edificios en los que parece que la noción del tiempo nunca existió.
En una avenida cercana a la famosa catedral vivía un hombre cuarentón, humilde y soñador, llamado Juan. Su vida era algo ajetreada y agobiante. Trabajaba en un pequeño bar de la zona como camarero. Aunque no le disgustaba su oficio, siempre supo que esa no era su vocación, pero no terminó los estudios y pensaba que era una buena forma de subsistir.
Juan
solo encontraba su motivación en una única persona, su hija. Él estaba
divorciado y la custodia compartida solo le dejaba verla los fines de semana.
Por eso pasaba las interminables tardes de los viernes mirando por aquella
sucia y antigua ventana con un desagradable olor a cerveza, a la espera de la
llegada de su exmujer con su hija, María.
Pero
aquella tarde la situación era algo diferente. Era lunes, y él ya había pasado
todo el fin de semana junto a su hija por lo que tenía que aguantar toda una
semana sin poder ver a aquella niña que él consideraba su pequeño ángel.
El desanimado camarero odiaba los lunes ya que los clientes estaban demasiado arrogantes, y además debía hacer doble jornada.
Tras
un largo día de trabajo, por fin llegó a casa. Eran las once de la noche,
estaba agotado, pero allí le esperaba su fiel perro Max. A él siempre le habían
llamado mucho la atención los animales; además Max era el único ser vivo que se
encontraba junto a Juan en aquel pequeño y anticuado piso.
Juan
miró los ojos de Max, y dijo:
-
¿Max, qué es la felicidad? ¿Qué es la
alegría?
El
fiel animal le miró sorprendido, pensando que su amo se estaba volviendo loco.
Ese
silencio que surgió entre ambos provocó una sentida reflexión en el hombre.
Aquella pregunta siempre había rondado en su mente, pero en sus cuarenta años
de vida, nunca encontró una respuesta clara y concisa. Pues había gente que
decía que se basaba en compartir tiempo en familia, otras personas pensaban que
el dinero es lo único que te ayuda a cumplir tus metas, y otra porción que
creía que no existía respuesta alguna para aquella compleja cuestión.
Juan
cansado volvió a mirar a los ojos del canino y le susurró al oído:
-
¿Me estoy volviendo loco, a que sí?
No obtuvo respuesta, y en aquella vieja cama, se durmió junto a su perro. Era una oscura madrugada y mañana le esperaba un largo día de trabajo.
Amaneció
nublado, la brisa entraba por la ventana, y las hojas secas caían de esos
árboles que veían como se acercaba el invierno.
Juan
se despertó corriendo, se vistió, desayuno rápido, y al cerrar la puerta de su
casa, oyó una dulce voz que provenía de las escaleras del edificio.
-
¿Hola? -preguntó Juan.
-
Oye, joven, -respondió aquella voz- ¿estás
ocupado?
El
hombre sacó las llaves de la cerradura, y al bajar la mirada descubrió la
identidad de la extraña voz. Se trataba de Úrsula, una vieja viuda que vivía en
la primera planta. Juan tenía buena relación con la mujer porque alguna vez
habían hablado, y coincidían de vez en cuando en el portal del edificio.
Él
la saludo y esta le explico que estaba pasando una difícil situación. Ella
tenía una grave enfermedad neurodegenerativa que se había agudizado demasiado
en los últimos días. Los médicos no eran optimistas, y recomendaban que la mujer
permaneciera en casa sin salir. Sus familiares vivían muy lejos por lo que
apenas recibía visitas.
Úrsula
preguntó a Juan si podía ir a comprar la comida y otras necesidades al
supermercado, puesto que ella estaba agotada por la enfermedad y el duro tratamiento
por el que estaba pasando. Él accedió puesto que iba a sacar a pasar a Max y
todavía le faltaban dos horas para entrar al trabajo.
El
hombre volvió con su perro, un par de bolsas bastante cargadas, y el cambio. La
mujer se lo agradeció y estuvieron hablando un buen rato. A él siempre le
gustaba hablar con personas mayores, perdió a su madre hace diez años y le
encantaba las anécdotas que esta contaba.
Ella
era muy sabia y conocía muy bien todas las dificultades que la vida pone en el
camino. Juan estaba impresionado con las palabras de aquella señora que le
hacía recordar a su madre.
-
¿A que, te dedicas? -preguntó la anciana
-
Soy camarero, en el bar Sánchez -respondió
el hombre algo desilusionado
-
¿Te gusta tu trabajo? -añadió la señora
-
No, del todo. Siempre me hubiera gustado
dedicarme a otra cosa, pero mi formación académica no es de lo más favorable
-contestó Juan
-
Pues busca lo que quieres y lucha por ello
-dijo Úrsula con un tono bastante alto y alegre.
El
muchacho le sonrió, y se despidió pues su jefe no permitía que llegará ni un
solo minuto tarde.
-
Dios te guarde – concluyó la mujer.
Al
acabar la dura jornada, de vuelta a casa, Juan comenzó a reflexionar sobre la
conversación que había tenido con aquella mujer. Al principio le irritaba la facilidad
con la que la mujer le había dicho que hiciera lo que le gustará, pues pensó
que sin estudios y a su edad, no podría hacer lo que realmente le llenaba. Pero
siguió pensando y recordó que siempre sintió una gran atracción por el mundo de
la poesía. De pequeño su madre le leía aquel famoso poema de Bécquer (“Volverán
las oscuras golondrinas”), y de joven hizo algunas pequeñas composiciones.
Además, antes de dormir siempre leía un poema de Miguel Hernández.
Nada
más llegar a casa, cogió un papel y un boli con poca tinta, y comenzó a
escribir.
Pasaron
las horas, y el siguió escribiendo; sentía que le gustaba y le llenaba.
Escribió
un romance a su hija, una elegía a su fallecida madre y algunos poemas sueltos,
mientras Max le miraba asombrado. Parecía que las palabras de aquella señora
cobraban sentido, pero la poesía no podía ser más que un pasatiempo en la vida
de aquel hombre.
Desde
ese día, Juan se levantaba temprano para sacar a Max y a la vuelta siempre iba
a visitar a Úrsula. Contaban su día a día, sus vivencias y de vez en cuando él
le acompañaba a dar una breve vuelta a la manzana.
Habían entablado una bonita amistad. Él siempre preguntaba acerca de todo tipo de temas a la mujer. Le interesaba saber la opinión de una persona que ha vivido durante tanto tiempo, además las respuestas de Úrsula nunca le dejaban indiferente.
Las
semanas pasaron, y cada vez hablaban más. Juan le enseñaba la poesía que iba
componiendo por las noches y esta, siempre le daba algunos consejos, puesto que
ella también leía bastante. En una de sus conversaciones, el muchacho harto de
su indignante trabajo le preguntó a la mujer:
-
¿Qué es la alegría? ¿Qué es la felicidad?
La
mujer le sonrió.
Juan
necesitaba una respuesta, no podía quedarse sin la opinión de aquella sabia
anciana acerca de aquella pregunta que desde siempre le había estado
atormentado, e insistió. A lo que ella respondió:
- Es una respuesta algo larga para responderla ahora. Y vas a llegar tarde al trabajo.
Al
día siguiente, el hombre a pesar de estar cansado de tanto trabajo y tras una
larga noche escribiendo poesía, fue bastante animado a llamar al timbre de
Úrsula, pues hoy era viernes e iba poder traer a su hija a casa, además había
estado esperando con ansia la respuesta de la señora.
Juan
llamó, pero nadie abría, lo intentó unas veces más pero no obtuvo respuesta.
Sacó a pesar al perro y fue rápidamente a por otra dura jornada de trabajo en
aquel bar donde las horas pasaban lentas.
La tarde acabó y recogió a su querida hija, pero seguía confuso y pensaba: ¿Dónde está, Úrsula?
Al
subir las escaleras en dirección a su casa, le detuvo un hombre esbelto.
Era
el hijo pequeño de Úrsula.
-
Buenas tardes, soy Adrián, mi madre me
habló de ti, esta madrugada se la llevaron al hospital por una parada cardiorrespiratoria
y está muy grave. Estoy destrozado, pero me consuela saber que le hiciste
compañía durante sus últimos días y te tenía mucho cariño. Además, dejó esta
carta para ti.
Juan
estaba en shock, se quedó pálido y abrió la carta, que contenía el siguiente
mensaje:
No
me encuentro bien, no sé si ha llegado mi hora. Te agradezco la simpatía con la
que me has tratado, veo que eres joven y todavía tienes mucho que aprender.
La
respuesta a la pregunta que me hiciste ayer es bastante sencilla. ¿Qué es la
alegría? ¿Qué es la felicidad? Primero has de preguntarte quién eres, qué es lo
que realmente quieres y por último porqué lo quieres. A partir de ahí lucha por
ello, y no dejes que nadie te impida hacerlo puesto que cada uno busca su
propia alegría en un lugar diferente.
Ayer
me leíste una de tus tantas poesías. Sigue haciendo lo que realmente amas, y
encuéntrate. Una vez lo hayas hecho, la pregunta de la que me hablaste te
parecerá absurda.
Por
último, quiero dejarte esta frase por si no nos volvemos a ver:
“No
es más dichoso aquel que encuentra todo, sino aquel que encuentra lo que
realmente deseaba encontrar.”
Escribe
tu propia historia.
Tu
vecina, Úrsula
Juan
entre lágrimas cerró la carta y abrazó a su hija.
El anochecer oscureció
las calles de la ciudad imperial.